1. Introducción
La amplitud de la cuestión agraria comprende el campo y la ciudad, alcanza todas las instituciones y abarca todas las dimensiones del desarrollo (Bernardo Mançano Fernandes, 2011)
El régimen de propiedad de la tierra debería ser un elemento básico para cualquier país, trascendiendo lo económico y proyectándose en su organización social y política. Ya Kautzky (2002), en La Cuestión Agraria, refería la importancia de la propiedad para el campesinado, que le otorgaba una cierta autosuficiencia con respecto a la industria y las ciudades. En la época moderna esta condición se modificó, avanzando el capitalismo sobre el campo. Más aún que la división del trabajo, la propiedad mantuvo y conserva un rol decisivo en la conformación de la estructura social. Los sociólogos, empero, le asignaron escasa atención en sus investigaciones (Newby y Sevilla Guzmán, 1983).
Abordar estas temáticas, requiere de visiones nacionales y globales, dentro de su dinámica histórica. En el mundo occidental, el Estado liberal acompañó el auge industrial del siglo XIX, para transformarse en un Estado social (o benefactor) a mediados del siglo XX. Esto último surgió como elemento compensador de un mercado crecientemente hegemónico (Olmos y Rodrigo Silva, 2011). Desde los años setenta, viró a neoliberal al tiempo que prosperaba el capitalismo posindustrial y globalizado. En esta etapa, asistimos a una pérdida sensible del poder de los estados nacionales, frente al dominio económico mundial y concentrado: se desnaturalizaba la política, como herramienta de cambio, en detrimento de la autonomía individual y colectiva de las comunidades (Bauman, 2006).
Tal secuencia, en las últimas décadas, generó polarización social y una crisis ambiental creciente. Para enfrentar estos retos Beck (2004) sugiere sustituir la política del nacionalismo metodológico por una política cosmopolita. Complementariamente se propone desmitificar la presunta dicotomía global-local, asumiendo su sinergia como una fecunda hipótesis de trabajo (Robertson 2000)
La economía convencional no contabiliza los flujos materiales ni las normas que lo regulan. La Economía Ecológica es una visión transdisciplinar que neutralizó estas limitaciones conceptuales. Los aportes del matemático Rumano Nicholas Georgescu-Roegen (2006-2094), subordinaron el sub-sistema económico a las leyes físicas y biológicas de la biosfera. Dentro de estas perspectivas, es pertinente posicionar e interpelar el rol que puede asumir el complejo agroalimentario dentro del metabolismo social (Toledo, 2008).
El concepto de desarrollo sustentable, hoy luce vaciado de contenido hasta el punto de transformarse en un discurso hegemónico. Resulta necesario descartar la viabilidad del crecimiento continuo, jerarquizando un desarrollo humano con preservación de la biodiversidad (Elizalde Hevia, 2003). Hoy es posible avanzar en la calidad de vida y la conformación de un mundo equilibrado, entendiendo la sustentabilidad como un prerrequisito ético. Al respecto cabe incursionar en enfoques sistémicos, donde la equidad y la democracia aparecen como esenciales (Rueda y Sepúlveda, s/f. cit. por Gallegos Ramírez, 2009; Gil Zafra, 2016).
Por último, el cambio global hoy nos propone una sociedad de riesgo e incertidumbre. En esta encrucijada, los modelos de ruralidad deben contribuir a la recuperación de valores que nos aproximen a una economía alternativa y solidaria (Razeto, 2010). También avalar patrones de mayor reciprocidad, donde el mercado no sea disciplinador del ámbito social sino a la inversa (Coraggio, 2014)
El objetivo del presente trabajo es proponer la Unidad Agrosocial, como un sistema de producción sustentable, vinculante a una escala predial pequeña o mediana.
2. Insumos conceptuales
2.1 La Unidad Económica Agraria (UEA) en la Argentina
Esta figura surgió de la preocupación por una subdivisión excesiva de los predios agrícolas y cuenta con legislación nacional y provincial. No es un modelo de producción, sino un simple insumo cuantitativo. El artículo 21 de la ley 14.392, de Colonización, define la U.E.A como "...el predio que, por su superficie, calidad de la tierra, ubicación, mejoras y demás condiciones de explotación, racionalmente trabajado por una familia agraria que aporte la mayor parte del trabajo necesario, permita subvenir a sus necesidades y a una evolución favorable de la empresa” (González y Pagliettini, 2001)
El historial del instrumento lo podemos rastrear desde 1940, año en que se instituyó el Consejo Agrario Nacional (CAN). Este organismo llegó a crear 120 colonias, con un total de 1.266.358 hectáreas, subdivididas en 7841 unidades económicas. El CAN fue derogado en 1980, por el entonces ministro de economía, alegando su alto costo (La Nación, 2003).
La superficie de la UEA responde a las distintas zonas y regiones del país, pero también acusa variaciones a través del tiempo. En la zona de Bahía Blanca (Provincia de Buenos Aires) está superando las 1000 hectáreas mientras que el tamaño modal de los establecimientos, evaluados en 2012, fue de unas 630 ha (Saldungaray y col. 2016). Esto explica buena parte de las dificultades de las pequeñas y medianas empresas (pymes) para permanecer en el sector (Tabla 1). Las que resisten el embate distan de alcanzar patrones de sustentabilidad razonables ya que no pueden acceder a las prácticas necesarias.
Desde un análisis economicista, la mayoría de los establecimientos lucen como inviables y -de hecho- el proceso se está verificando ya desde hace varias décadas. La aparente debilidad en la escala, sin embargo, puede transformarse en una fortaleza si se la focaliza como una aptitud del sistema, partiendo de una visión territorial (ver sección 3.1).
2.2 Uso del suelo, servicios ecosistémicos y sociedad
Una de las variables críticas del desarrollo agrario son las unidades productivas que la componen. Este módulo básico se proyecta a otros componentes de las cadenas de valor, además de su relación -directa o indirecta- con toda la sociedad.
El tratamiento efectivo de esta cuestión debe integrar las ciencias naturales con las sociales, reconociendo el carácter transdisciplinar de la ruralidad. Los agroecosistemas exceden un enfoque ambiental o económico porque las relaciones sociedad-naturaleza tienen un carácter eminentemente social (Gonzales 2011).
Los bienes tangibles e intangibles, emanados de la estructura del paisaje, están mediados por la salud del ambiente. Los servicios ecosistémicos (SE), esenciales para la vida, son los beneficios que la sociedad obtiene del capital natural y pueden ser agrupados en cuatros categorías: de provisión, de regulación, culturales y de soporte (Carreño y Viglizzo 2007).
Cada zona posee factores más o menos permanentes (geología, suelos, clima) y factores modificables (por el hombre) como la vegetación o la producción animal. El uso del suelo y cultivos tienen impactos ambientales que afectan a una amplia gama de SE que, a su vez, afectan la productividad agrícola. (Dale y Polasky, 2007). Un esquema resumido, de esta secuencia, se expone en la tabla 2.
Los agroecosistemas se asocian a una gama relevante de SE que - a su tiempo - afectan al bienestar social. La calidad de estos servicios responden, en distintos grados, a decisiones políticas en el plano socio-económico (Vianco y Seiler, 2017). Dado que La actividad agraria es la interface más significativa de metabolismo social (Toledo, 2008), se entiende que la aptitud de los sistemas productivos explica buena parte de los beneficios humanos esperables (Tabla 2)
3. La unidad Agrosocial como diseño alternativo
La transformación del mundo no puede prescindir del diseño como una herramienta estratégica. Por esta razón, dicho recurso está estrictamente vinculado con la sustentabilidad. Al decir de Franzato (2016) "El diseño es una de las maneras para expresar la capacidad humana de crear, de imaginar y de practicar alternativas que desafíen e incluso subvierten el statu quo”.
El avance desmedido del modelo productivista o agroindustrial ha logrado, entre otras cosas, desvincular las personas con su medio. En muchos casos, con expulsión de habitantes y pérdidas de valiosos patrimonios. En la Provincia de Buenos Aires, por ejemplo, en la última década del siglo pasado desaparecieron unos 57.500 unidades agrarias y 90.000 habitantes del ámbito rural (Stratta Fernández y Ríos Carmenado, 2010).
Los postulados de la OCDE (2006), en cambio, valorizan la escala local, las capacidades endógenas del territorio y sus vínculos con el nivel global. Partiendo de estas connotaciones y reivindicando prácticas campesinas, Monllor (2013) propuso un nuevo paradigma, que llamó Agrosocial, más justo, orgánico y solidario.
En línea con este antecedente, para enriquecer y adaptar este reciente aporte, aquí enfatizamos tres atributos substanciales: escala del predio, buenas prácticas y multifuncionalidad agrícola. Estos factores admiten cierta flexibilidad, por rubro y zona, pero son convergentes e interactivos para definir el perfil de la unidad. El propósito se vincula con el criterio de jerarquizar el diseño y promoción de sistemas productivos como insumo del desarrollo.
3.1 Escala del predio
La dinámica y el equilibrio de cualquier proceso son altamente dependientes de la escala adecuada. Siendo así, ella resulta determinante para todas las dimensiones del desarrollo. Schumacher (1983) lo había advertido, convincentemente, en su libro “Lo pequeño es hermoso”. Leopold Kohr también lo percibía, con elocuencia, desde mediados del siglo pasado (Stahel, 2007). La propiedad de la tierra, por otra parte, no debe ser un derecho absoluto sino vinculado a su función social.
A nivel nacional, está operando una concentración de la tierra con pérdida creciente de pymes agropecuarias. Aunque el proceso no se detuvo, los datos del periodo 1988- 2002 son muy elocuentes (Slutzky, 2008). La agricultura familiar, por ejemplo, cede la tierra a los agentes que pudieron organizar su estrategia de escala. En el sudoeste bonaerense, el tamaño actual de la UEA presiona en el mismo sentido (Tabla 1).
La dimensión de un predio remite a la (in)equidad social, intra e inter generacional, ya que se proyecta en cuestiones estructurales de un territorio o un país. Entre ellas, indicadores tan sustanciales como tejido social, empleo local, servicios agrícolas y no agrícolas, balance urbano-rural y distancia producción-consumo. En la figura propuesta, para poder plasmar estos propósitos, la escala óptima debe oscilar entre pequeña y mediana.
La resignación del tamaño de una unidad, por debajo de la UEA, debe ser compensada por el reconocimiento de sus prestaciones sociales y ambientales. De hecho, este atributo se sitúa en la componente social de la sustentabilidad (Loewy, 2007). Tal complejidad debería ser interpretada y gestionada por el Estado, como una sensata inversión, en beneficio de toda la sociedad.
3.2 Buenas prácticas
El segundo fundamento que deben exhibir las unidades agrosociales, para generar una alternativa territorial, son las buenas prácticas agrícolas (BPA). La tecnología siempre tiene un lugar destacado, pero aquí no se trata de cualquier práctica ni de cualquier sistema: ambas categorías son seleccionadas y vinculantes entre sí. Se incluyen técnicas de procesos y de bajos insumos y el predio tiene una restricción de escala. En el Sudoeste bonaerense, ya existe una propuesta que liga la tecnología con políticas activas de desarrollo local (Loewy y col. 2016).
En los esquemas Agrosocial y Agroindustrial, las BPA son inherentes y contingentes, respectivamente (Loewy, inédito). El sistema, no obstante, es una jerarquía superior a cualquier práctica: ninguna de ellas puede ser mejor que la unidad, por todo concepto. Un símil agronómico es que el análisis de un suelo nunca puede ser mejor que la muestra.
Como la sustentabilidad es operativa solo a partir de la entidad predial, las prácticas solo pueden contribuir a algún componente de ese atributo. Hablar de “manejo sustentable” o “intensificación sustentable”, por lo tanto, carece de sentido. La mención fragmentada del concepto es de uso común, sin embargo, aun en ámbitos académicos. (Loewy, 2009)
3.3 Multifuncionalidad agrícola
Esta condición padece un ocultamiento deliberado en la región, como palabra y concepto, a pesar de su rigurosa vigencia. Su norma es que, además de la producción de alimentos (bienes privados), el predio debe generar - simultáneamente- externalidades positivas (bienes públicos). Estos últimos aportan al desarrollo local y humano, aunque no -necesariamenteal crecimiento económico. Entre otros productos esperables podemos destacar: protección del ambiente, mantenimiento del paisaje, diversidad biocultural y ordenamiento territorial.
La multifuncionalidad emerge como producto de los atributos anteriores pero a su vez los condiciona, en base a objetivos propios, estableciéndose una relación muy estrecha. Resulta más operativa cuando conjuga, además, factores como propiedad (no excluyente) y residencia local del factor humano, con arraigo, vocación y capacitación (Loewy, 2014).
Esta modalidad se ha ejercitado desde hace 25 años en muchos países de la Comunidad Europea (CE), mientras que en Latinoamérica aún no califica en ninguna agenda pública. Hace casi treinta años, la Confederación Intercooperativa Agropecuaria Limitada (Coninagro, 1991), aun lamentando el perjuicio comercial de los subsidios de la CE para nuestro país, emitió el siguiente comentario:
La razón de esta política reside en el hecho que la CE no considera a su agricultura desde un punto de vista económico competitivo sino enmarcada dentro de una política social, ecológica, de ocupación territorial, entre otras. Las consideraciones económicas son inferiores a estas premisas. Por el contrario, hay un especial reconocimiento al productor, no solo como productor de alimentos sino como administrador del medio rural. Este concepto es sorprendente y quizás poco comprensible para la actual cultura liberal competitiva que predomina en nuestro país y en muchos de América Latina
La multifuncionalidad agrícola, empero, más que una innovación europea responde a principios universales, de alimentación, ambientales, sociales o económicos. Armonizar las interacciones y conflictos de esas finalidades implica una capacidad de gestión de los instrumentos institucionales, que constituyen la cuarta dimensión de un sistema sustentable (Vianco y Seiler, 2017).
4. Unidad Agrosocial y Agroecología
El modelo de producción agroecológico podría asimilarse rápidamente al agrosocial (y viceversa) porque reúne - en principio- los tres atributos que hemos analizado. Es más restrictivo, empero, en el uso de insumos químicos y menos definido en la escala.
Aunque no es muy frecuente, se suele mencionar la pequeña escala versus las grandes propiedades en una contrastación de modelos agroecológico y agroindustrial, respectivamente (Altieri y Toledo, 2011). Estaría bien que unidades grandes o muy grandes accedan a la agroecología, pero la componente social de sustentabilidad no es neutral al respecto.
La unidad agrosocial, explícita la escala como un ingrediente político relevante, pero admite bajos insumos entre los recursos tecnológicos. Los dos esquemas, sin embargo, representan alternativas de transición - complementarias y convergentes- hacia la calidad alimentaria y ambiental.
Ambos sistemas, además, son instrumentos válidos para proyectos nacionales de seguridad y soberanía alimentaria. En el caso de la agroecología ya existe abundante literatura que avala esta afirmación, incluso asociándolo a una revalorización de la actividad campesina (Altieri y Toledo, 2011; Vía campesina, 2018)
5. Consideraciones finales
La Unidad Económica Agraria, desde hace mucho tiempo, ya no cumple los roles para los cuales fue impuesta. El criterio inicial de una colonización racional fue paulatinamente abandonado. La figura legal no evitó el éxodo rural, sobreviniendo concentración de la tierra y de la economía, más una urbanización descontrolada.
La promoción, con políticas activas, de unidades Agrosociales podría neutralizar buena parte de nuestro desordenamiento territorial, aportando a demandas económicas, alimentarias, de salud y de ambiente. Partiendo del ámbito social, la escala “pequeña y mediana” responde a un criterio de equidad y desarrollo local. Adicionando las buenas prácticas, ambos atributos establecen una relación consistente y coherente con la multifuncionalidad del sistema, que califica como sustentable y resiliente.
En Argentina aún es muy incipiente la tarea de incorporar, en el espacio público, temas estructurales. La figura propuesta habilita una ventana de discusión, a ese nivel, como una herramienta hacia una ruralidad mucho más funcional a las demandas de la sociedad.