El ego, ese compañero de ruta que a veces se disfraza de grandeza, tiene dos caras. Por un lado, puede ser esa fuerza interna que nos empuja a buscar ser mejores, a reinventarnos; por el otro, se convierte en una piedra de soberbia que entorpece, que distancia. Cuando el ego se infla, la creatividad se asfixia, porque dejamos de ver con los ojos del asombro y empezamos a vernos solo a nosotros mismos.
No es casualidad que, en los pasillos del trabajo o en los rincones de la vida cotidiana, cuando se dice que alguien "tiene un gran ego", lo que se señala es una herida mal cerrada. Esa autoestima frágil, que necesita inflarse para no mostrar sus fisuras, crea muros de comparación y competencia, de esas que terminan siendo derrotas para todos. Esa búsqueda constante de aceptación o esa necesidad de que los demás nos vean con ojos de admiración, en lugar de acercarnos, nos aleja.
Es que a veces nos olvidamos de algo tan sencillo como esto:
El ego no es ni bueno ni malo, sino el uso que le damos. Un ego sano no presume, no se compara, no necesita demostrar su grandeza, porque ya la conoce y la vive desde la humildad. Y esa es la verdadera fortaleza: “la de aquellos que no necesitan aplastar para ser grandes, que entienden que la confianza y la humildad no son enemigas, sino aliadas en el camino del crecimiento.”
La arrogancia, esa hermana mayor del ego desmedido, nos hace creer que siempre tenemos la razón. Y ya sabemos que quien cree saberlo todo, no aprende nada. En los equipos de trabajo, esa soberbia puede ser un veneno que envenena las ideas nuevas, las voces de los otros. No escuchar es no ver. Y no ver, en un mundo que cambia a cada segundo, es quedarse atrás.
Resistir al cambio es también una forma de miedo
Aferrarse a lo viejo, a lo conocido, nos da la ilusión de control, pero no nos deja avanzar. En el trabajo, y en la vida, adaptarse es vital. Y el ego, cuando nos manda, nos hace prisioneros de nuestras propias certezas, esas que a veces ya no sirven.
¿Y qué decir de esa constante búsqueda de aprobación? Vivir esperando que los demás nos den permiso para ser quienes somos nos quita libertad, nos vuelve dependientes de sus miradas. Decidir para agradar, para no decepcionar, es caminar por una cuerda floja que, tarde o temprano, nos hará caer.
Pero quizá lo más triste de un ego que se desborda es la incapacidad de aceptar errores
Negar que nos equivocamos no solo afecta al equipo, sino a nosotros mismos. Porque, a fin de cuentas, ¿quién no se ha caído alguna vez? No admitirlo es cerrar los ojos a la posibilidad de aprender. Y en ese cerrar, nos negamos a crecer.
Un ego que no sabe empatizar es un ego que, aunque no lo sepa, está solo. En el trabajo, y en la vida, la empatía es el puente que nos une a los otros, que nos permite entender, compartir, acompañar. Sin ella, el líder no es más que un jefe, y los equipos, grupos de gente que no se conocen realmente.
En cada conflicto interpersonal, en cada choque de egos, hay un espacio vacío que pide ser llenado de comprensión, de diálogo. Porque, al final del día, no se trata de quién tiene razón, sino de cómo avanzamos juntos.
Gestionar el ego es una tarea diaria
No se trata de anularlo, sino de conocerlo, de domarlo, de invitarlo a caminar junto a la humildad y la empatía. Solo así podremos ser mejores líderes, mejores compañeros y, sobre todo, mejores personas.